lunes, 13 de octubre de 2008

::El análisis y la transmisión o la fórmula para el buen psicoanalista[1]

LISANDRO TOMEO


“Quien pretenda aprender por los libros el noble juego del ajedrez, pronto advertirá que solo las aperturas y los finales consienten una exposición sistemática y exhaustiva, en tanto que la rehúsa la infinita variedad de las movidas que siguen a las de apertura”[2]




Al momento de querer formarnos como analistas, a lo largo de dicha formación (que no se limita al paso por la universidad), somos atravesados por una gran cantidad de teoría sobre diversos temas y autores: textos que hablan de los múltiples factores que se articulan en un análisis, sobre diversos casos clínicos, críticas de unos autores a otros, y hasta aplicaciones de la teoría psicoanalítica a otros campos del saber (como la política, la filosofía, la sociología, etc.). En fin, adquirimos diversos conocimientos sobre el psicoanálisis que se supone nos permiten poder ejercer “correctamente” su práctica. Ahora bien, por otro lado tanto muchos autores como docentes y profesionales siempre se encargan de enfatizar la importancia de no generalizar, de recordar que cada caso es particular y que aquello que rige (o podríamos decir funciona) para un paciente no tiene (y enfatizo el tener como mandato superyoico) razón por la qué regir para otro. Si tenemos en cuenta esto podemos empezar a dilucidar con qué tipo de dificultad nos encontramos: aquella teoría que nos es dada y trasmitida tanto por los diversos autores como por docentes se nos presentaría como inútil si seguimos la directiva de no generalizar, ya que toda teoría es una generalización (a modo de máxima) que permite ser aplicada a cada caso, y así caeríamos en la falsa creencia de que es posible hacer práctica psicoanalítica sin ningún sustento teórico. También podríamos renegar la advertencia e intentar aplicar la teoría a cada caso de modo tal que nos estaríamos encontrando con un “método psicoanalítico” que podría ser aplicado a cada situación por igual. Mas aún peor, con un “método psicoanalítico” estaríamos haciendo caso omiso a lo que la misma teoría nos indica en relación a la no generalización. Entonces ¿aplicar la teoría implicaría no hacer caso a la misma? ¿Estaremos omitiendo algo sobre dicha teoría? ¿Será que deberíamos hacer una revisión de los conceptos para poder entender mejor esta aparente contradicción?
Si partimos de Freud, en relación a la clínica psicoanalítica nos encontramos con una serie de “consejos”, como él los llama, sobre qué se “debe” hacer y que no en un consultorio. Tenemos de esta manera consejos tales como el modo de tomar notas en el análisis, sobre los efectos de las construcciones que el analista realice al paciente, sobre la frecuencia de las sesiones, etc. Ahora bien, es Freud mismo el que nos advierte sobre tomar estas indicaciones como consejos y no como axiomas aplicables para todos, con lo cual cabe preguntarnos ¿por qué funcionaban tan bien para él y no así para otros analistas[3]? ¿Cuál es el valor real de estos consejos? ¿Es sólo el de simples indicaciones o hay algo más que se nos escapa a simple vista?
Por otro lado, una de estas indicaciones posee un estatuto diferente al de las demás, aquella que nos advierte sobre no prestar particular atención a nada que el paciente diga, es la llamada “atención flotante”, y su correlato en el analizante, la “asociación libre” (el indicarle al paciente que diga todo aquello que se le ocurra en el relato sin omitir nada). Mantener una atención flotante implicaría no solamente no pensar particularmente en nada de lo que el otro dice, sino ni siquiera pensar en la teoría misma, ya que esto coartaría nuestra atención (flotante) del discurso del analizante. Entonces ¿cómo realizar una práctica psicoanalítica en el marco de estas paradojas? Es aquí en donde se nos presenta la noción lacaniana del “deseo del analista” que nos permitirá avanzar en nuestras elucidaciones, noción que se articula con el concepto freudiano de “atención flotante”.
Cuando hablamos de deseo en psicoanálisis estamos haciendo referencia justamente a lo más puro del sujeto, a aquello que lo singulariza como tal, y que solo es posible gracias a que algo en ese sujeto falta, falta que posibilita (y genera) la búsqueda, búsqueda de aquello que no es posible encontrar, de esa nada que se convierte en insoportable para el sujeto, y que por lo tanto debe ser velada, aquello ante lo cual el sujeto necesita defenderse para no caer en la angustia que presentaría estar anoticiados de que al final no hay nada más que la nada. Es ante esta realidad que la función del Complejo de Edipo y el Complejo de Castración toman significado, generando la falsa promesa de que en algún lado se encuentra aquello que se nos esta prohibido[4]. Esta prohibición es la que toma forma en el superyo del sujeto, producto del superyo de sus padres, de dicho legado, interdicción perteneciente a la cultura que encuentran su máxima expresión en la prohibición del incesto y del parricidio, y que luego del paso por el Complejo de Castración son introyectadas. Vemos cómo, al fin y al cabo, son las mismas instancias intrasubjetivas (yo y superyo) las que formulan las defensas contra este deseo, que de ser liberado totalmente llevaría al sujeto a su destrucción[5]. Mas esta defensa no es gratuita, siendo que le cuesta al sujeto su libertad por estar condenado a una perpetua esclavitud al Otro.
Podemos ver cómo todo aquello que se presente como máxima, como regla, como dogma, como un “deber”, son diversas manifestaciones de los mandatos superyoicos que pujan al yo en la dirección contraria a su deseo, impidiendo la emergencia del sujeto (sujeto siempre del deseo). Justamente aquí es en donde entra en juego el psicoanálisis, permitiendo al sujeto reflexionar sobre las diversas mascaras que recubrieron (y recubren) estas prohibiciones en su desarrollo edípico y así permitir la emergencia del sujeto. Pero ¿cómo se logra esto? ¿Es que el analista posee alguna “receta secreta” que le está velada al paciente y que le permitirá tener plena conciencia de su inconciente?
Ahora bien, es aquí en donde deseo del analista y atención flotante se articulan. Lo que posibilitaría la atención flotante sería justamente la liberación del analista (de la persona) a su deseo. Para esto, como ya dijimos, es necesario que él mismo pase por una instancia de análisis personal (como lo indica Freud) para no quedar sumiso a sus propios mandatos superyoicos. Todo aquello que diga el analizante que resulte insoportable para el yo del analista (aquello que impida la emergencia de su deseo), no podrá ser oído por el analista (función) e impedirá el avance de dicho análisis cayendo en el riesgo de la producción de un acting out. Es lo que la famosa frase freudiana nos dice: “las resistencias del paciente son las resistencias del analista”
Luego de estas pequeñas aclaraciones estamos en condiciones de entender el riesgo que implica tomar la teoría psicoanalítica como una máxima, el hacer del psicoanálisis un método aplicable a todos los casos por igual. Si el analista estuviera constantemente pensando en la teoría, en cuándo intervenir y cuándo no, en qué decir y qué no, estaría no solamente coartando la atención flotante sino transformando la teoría en un mandato superyoico, mandato que sabemos tiene por función el alejar al analista de su deseo generando así resistencias en la escucha al paciente.
Pero no incurramos en errores. El que la teoría no deba transformarse en un método (como impedimento para el análisis) no implica que la misma sea inútil. Es por eso que se ha acuñado la noción de “dirección de la cura” cuando se habla del modo de dirigir un análisis. El tratamiento no debe estar condicionado paso a paso por la teoría, pero es necesario saber de donde partimos y hacia donde vamos, la función de la teoría no es la de coaccionar el tratamiento sino la de hacer las veces de brújula en la llamada dirección de la cura. Como dice Silvia Bleichmar “(…) no es posible el conocimiento del mundo -y las fallas mismas de éste conocimiento, sus límites y aporías- sin la presencia de un discurso precedente que opere como garante y organizador de la percepción[6]”. De todo esto podemos deducir que no existe un saber (universal) sobre los padecimientos del paciente, no hay cosa tal como las sagradas escrituras. De nada le serviría al analista comunicarle a su analizante qué tipo de estructura posee, o cuales son sus conjeturas sobre sus traumas infantiles. Pero entonces ¿cómo hacer psicoanálisis?
Es aquí donde, volviendo a los orígenes, podemos entender qué hacía Freud cuando hacia lo que hacia[7].
Cuando leemos a Freud siempre dejamos de lado lo más importante de sus escritos: él cuando escribía lo hacia desde su deseo. No había ningún factor que lo condicionaba a dedicarse a las histéricas más que su propio deseo (no podemos dejar de lado la precaria situación económica que en sus principios lo agobiaba y cuan fácil le hubiese resultado todo de haberse dedicado a la neurología). Ese deseo puesto en juego en el análisis le permitía escuchar a sus pacientes desde Otro lugar, generando diversas intervenciones, interpretaciones y construcciones que, por ser productos de cada particular situación de análisis, de lo que emergía en la comunicación entre inconcientes, como Freud decía, poseían su particular efectividad, pero que al ser escritas en un intento de transmisión, ese factor único, perteneciente a la experiencia perdida, deja de producir su eficaz efecto. No hay una verdad a priori sobre los padecimientos del sujeto. No hay una verdad que deba ser buscada en el inconciente del paciente perteneciente a su pasado. Lo que se genera en un análisis es la producción de un nuevo saber sobre esa verdad que esta perdida. El anoticiar al paciente sobre sus traumas infantiles, el hacer conciente lo inconciente, no tiene más valor que el de explicarle cómo por su estructura histérica siempre se posiciona en una relación de rechazo a su deseo[8]. Podemos visualizar entonces cómo, la acumulación sistemática de conocimientos (teoría, experiencia con pacientes, etc.) no posee ningún valor si el analista no se encuentra dispuesto a escuchar aquello que emerge en el análisis, no hay una teoría que pueda decir sobre lo que se producirá en la cura, como dice Lobov: “la experiencia acumulada siempre se opone a la sorpresa”[9]. De ahí la tan pertinente aclaración freudiana manifiesta en el titulo de su escrito “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico”: son sólo consejos, los conocimientos previos sólo son pertinentes si estamos dispuestos, como dice Lacan, a cuestionarlos cada vez en la práctica.






[1] Escrito en el marco de la producción dentro del dispositivo denominado “Cartel” y del seminario realizado en el corriente año dictado por Eugenia Piazza y Roberto Cabrera Morales sobre la clínica psicoanalítica.
[2] Freud, Sigmund. “Sobre la iniciación del tratamiento” (1913). Amorrortu Editore.
[3] Claro ejemplo de esta diferencia podemos encontrar en lo que Freud nos dice sobre la frecuencia de las sesiones; nos indica que deberían ser de lunes a sábados exceptuando domingos y feriados, pero sabemos que hoy en día generalmente las sesiones son una vez por semanas, y aún así estamos anoticiados de los resultados positivos que se obtiene en estos análisis.
[4] Prohibición ficticia ya que, como dijimos, no hay nada qué prohibir
[5] Para comprender mejor a qué me refiero con la “liberación total del deseo” véase la explicación que da Lacan en su seminario La ética psicoanalítica sobre el “deseo puro”

[6] Bleichmar, Silvia. De la creencia al prejuicio. Dolor País y después…. Libros del Zorzal. Buenos Aires. 2007
[7] Haciendo clara alusión a la pregunta que platea Marité Colovini en su seminario “Tiempos y cuestiones de la dirección de la cura”: “La pregunta ética por excelencia es: ¿Qué hacemos cuando hacemos lo que hacemos?”
[8] Entiéndase bien, si estas comunicaciones fueran efectivas ningún analista necesitaría analizarse, bastaría con leer las obras completas de Freud (o en su defecto la interpretación lacaniana) para librarse de todos los males.
[9] Lobov, Jorge. Los relatos de la clínica. Revista Conjetural Nº 39. Ediciones Sitio. 2003

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